Resulta difícil reconocer que se depositaron esfuerzos, recursos y sentimientos en el lugar equivocado, pero es necesario hacerlo. En realidad, los vínculos fundados en el temor no nos sirven. Nos aferramos a los malos hábitos porque realmente no nos esforzamos por crecer y necesitamos una excusa para justificar nuestros fracasos. Conservamos nuestros malos hábitos porque en realidad no nos queremos. La amenaza de perder la falsa seguridad de las viejas convicciones debilita paulatinamente la capacidad de mejorar.
Todos tenemos mecanismos de defensa cuyo propósito es resguardarnos del dolor supuesto o imaginario que presenta la realidad. Las defensas nos permiten disponer de más tiempo para reconsiderar una situación peligrosa y para encontrar la mejor manera de actuar. Desafortunadamente, las defensas rígidas rechazan el dolor. Filtran y distorsionan la realidad y, al acostumbrarnos a la falsa sensación de seguridad creada por ellas, nos convertimos en sus prisioneros y esclavos con pleno consentimiento.
Por ejemplo, la defensa moderna contra el mal toma la forma de la producción escalada de armas y poderes militares. En su extremo, esto produjo a Hitler y a Vietnam. Las campañas para destruir el mal paradójicamente han generado más mal en el mundo. A veces sale el tiro por la culata y el deseo de lograr lo mejor ocasiona lo peor: queremos limpiar el mundo, perfeccionarlo, purificarlo de los enemigos de Dios y eliminar el mal para que reine la Democracia.
Un uso creativo de la energía destructiva sería aceptar que somos seres variados y temporales. Así el ser humano puede escoger entre desesperarse o confiar en la “vida sacrosanta del cosmos” en el desconocido Dios de la vida, cuyo propósito misterioso se expresa en el asombroso drama de la evolución cósmica.